No es lo mismo: CAPITALISMO Y MERCANTILISMO


Alberto Mansueti


“Capitalismo” es como llaman a la economía libre, que nunca tuvimos en Guatemala ni en América latina, al menos plenamente. Lo que tuvimos fue mercantilismo: la economía estatista a favor de los privilegiados ricos.

¿Y el socialismo? Es la economía estatista que dice favorecer a los pobres, pero en realidad favorece a los privilegiados políticos. Y lo que tenemos hoy en Latinoamérica -y el mundo- es una desafortunada combinación de ambas variedades de estatismo: mercantilismo y socialismo.

En una economía “capitalista”, los precios de los bienes, servicios y factores productivos, y demás condiciones de los intercambios, son acordados por voluntario consentimiento de vendedores y compradores. Sin privilegios diferenciales conferidas por el Estado a ciertos sectores particulares en exclusividad, los verdaderos monopolios. Y sin coerción ni fraude. Así los niveles de precios, ahorro, inversión, empleo, producción y consumo, etc., se determinan según los procesos de los mercados, y asimismo las ganancias, rentas y salarios y demás resultados obtenidos por los participantes. Es un sistema eficiente y moral.

Y realista. Las leyes naturales de los mercados son determinadas por la conducta humana tal como es, animada por el deseo natural de mejorar la propia condición, mediante el uso de la razón, explotando las oportunidades disponibles para satisfacer las propias necesidades, comenzando por las materiales. En el ahorro, inversión, trabajo, producción, consumo, etc., cada quien sigue su propio interés. Pero así genera riqueza y crea empleo; y de tal forma ayuda al prójimo, aún sin ser ese su propósito y voluntad, y hasta mejor que si lo fuese.

Tales procesos se expresan en las leyes de la economía como ciencia: leyes de la oferta y la demanda, pero también de la utilidad marginal, rendimiento decreciente de los factores, costos y beneficios, etc. Como dichas leyes lo describen y explican, los logros o fracasos de cada quien resultan de las decisiones “marginales”, cotidianas y continuas, según cálculo racional: trabajar o no; consumir, ahorrar o producir; asociarse o seguir solo; comprar el insumo X o el Y; emplear el recurso A o el B, etc. Ud. puede ver estas leyes en cualquier texto de Economía de la corriente austriana, la que más fielmente se apega a la realidad económica.

En el mercantilismo en cambio, los precios y condiciones de intercambio son fijados por los Gobiernos. La riqueza depende de la negociación con el funcionario. Y el éxito depende del soborno, o del cabildeo y astucia para influir en la fabricación de leyes. La ganancia ya no depende de la capacidad, habilidad y disposición para ser cumplido, y creativo, prudente, ahorrativo y eficiente, dejando satisfechos a clientes, empleados y proveedores. Se puede uno enriquecer sin servir y enriquecer a los demás. Por eso es un sistema ineficiente. E inmoral.

E irrealista. Como en toda forma de estatismo, se pretende que la conducta humana sea como los planificadores nos dicen que “debería ser” o que “deberíamos” hacer. Se nos dice que los intereses individuales deberían ceder paso al de la nación, o al interés común. Aunque ellos -los dirigentes y “líderes” estatistas- hacen en realidad otra cosa: jamás descuidan su interés propio (el de ellos) y más bien lo anteponen.

Y como en todo estatismo, se inventan unas “escuelas” de la economía, muy alejadas de la verdad científica, pero que no obstante prevalecen en las academias universitarias -controladas por los Gobiernos- porque son las que mejor cubren las mentiras del poder. En el s. XVIII la escuela mercantilista fue la doctrina económica del despotismo ilustrado. En el s. XIX florecieron la Escuela histórica alemana y el marxismo, para legitimar “científicamente” las pretensiones del prusianismo y del socialismo. Y en el s. XX tuvimos la proliferación de Escuelas del “mainstream” (corriente principal).

Un sistema capitalista no se circunscribe a los bienes y servicios “económicos” -comida, ropa, viviendas, seguros- y al campo convencional de la economía. En una sociedad libre, la educación, los servicios médicos, y las jubilaciones y pensiones -así como la información, la comunicación y el entretenimiento- también se arreglan mediante procesos de mercado. Las escuelas, clínicas, cajas de jubilaciones, medios de prensa, etc, deben estar abiertos a la competencia, para optimizarse el uso de los recursos, y asignarse conforme a las prioridades establecidas por la sociedad, expresadas en las demandas de mercado. Es la única manera de tener esos bienes y servicios abundantes, económicos y de buena calidad.

El capitalismo requiere además un modelo político: el Gobierno limitado. En el Gobierno sin fronteras, el Poder Ejecutivo interviene amplia y arbitrariamente en todas las actividades económicas, apoyado en profusas y confusas leyes reglamentaristas. Un Gobierno limitado no es que no existe o no interviene en la economía, sino el que se limita a tratar con la violencia y el fraude, y mediante las leyes generales. Y en tales casos interviene, en la economía y en toda actividad privada, pero sólo entonces, a través de jueces, y con arreglo a las disposiciones establecidas en esas leyes. Interviene en conflictos de derechos, no de intereses, que se resuelven por las vías de los mercados.

Por último, en el capitalismo la política también es un proceso de mercado. Hoy los gobiernos reglamentan al detalle y autoritariamente las actividades de los partidos. Les exigen adoptar la ideología democrática, y practicarla: que cada tanto hagan asambleas para renovar autoridades etc.; y que sus campañas y financiamientos se hagan conforme a los reglamentos. Y nos parece muy bien. Pero en una democracia liberal es distinto: con libertad de pensamiento, puede haber partidos democráticos, y otros no. Y los partidos deben competir por el favor del público: no es el legislador ni el funcionario electoral quien decide. Somos los ciudadanos quienes ingresamos, y permanecemos, o salimos de los partidos cuyas declaraciones, vida interna o forma de hacer campañas o financiarse nos desagrada -votando con los pies- e ingresando en otros, o creando los que no existen aún.

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