No es lo mismo: ACADEMIA Y POLÍTICA




Alberto Mansueti

¿Cómo se imponen unas ideas políticas sobre otras? ¿De qué depende que triunfen ciertas doctrinas y se lleven a la práctica, y otras sean marginadas y derrotadas? Hay sólo tres medios para decidir cuál pensamiento político se va a adoptar y cuál a desechar: los argumentos; el proceso político; y las armas.

#) El de los argumentos es el terreno de los hechos, las hipótesis, las demostraciones y la lógica. De las premisas, conclusiones intermedias y finales, y recomendaciones de política. La pregunta es ¿quién tiene razón?

#) El proceso político ya no es tan racional. No es tan decisivo tener razón, ni cuáles son los hechos más relevantes, las teorías más sólidas, o los argumentos de más peso. En la era pre-democrática es quién gana el favor del Rey, sus Ministros y cortesanos. Los argumentos no faltan, pero los intereses cuentan, y a veces mandan. ¿Y en la democracia? Igual. O peor: el “soberano” ya no es el Rey, una persona, sino el pueblo, que son millones de adultos inmaduros. Gana su favor quien sea capaz de presentar su caso de modo más atractivo, considerando intereses, prejuicios, temores y otros sentimientos. La pregunta es ¿quién tiene más votos?

#) El de las armas es el más irracional. La política está presente, pero sólo acompañando a la pólvora y las balas. ¿Quién tiene más poder de fuego y provisiones, y mejor despliegue y estrategia?

Primero hablan los argumentos; después, los votos; y por fin, los cañones. Y este orden no es arbitrario: es el orden en que sucesivamente fracasan las ideas y doctrinas políticas que se aplican. Sí; así es: cuando un pensamiento político fracasa en el terreno de los argumentos, recurre al proceso político; hoy en día, a la democracia. Y cuando pierde las votaciones, saca las municiones. Por eso casi siempre las peores recetas políticas -las más irracionales e injustas- son las que se llevan a la práctica.

Desde su invención en el s. XIII, la vida intelectual discurrió en la Universidades. Pero hasta los años 1700 las aulas universitarias fueron relativamente autónomas. Vivían de lo que producían, y aprovechaban muy bien el equilibrio de poderes entre Papas y Emperadores, Reyes y órdenes religiosas, caballeros y gremios, señores feudales y ciudades libres. Pero desde el s. XVIII, con el despotismo y el nacionalismo, se hicieron dependientes del Estado, y cayeron bajo su control. El despotismo siempre es “ilustrado”: quiere tener razón a toda costa, sobre todo cuando no la tiene. Y el despotismo de las masas no es diferente.

Sometida al proceso político, la vida universitaria se politizó. Y se mediatizó, se burocratizó y se arruinó, lo cual fue muy lamentado por los verdaderos intelectuales y científicos, como Adam Smith y David Hume. Hubo un divorcio entre la vida intelectual y la vida académica, hasta hoy en día.

En la vida intelectual, lo decisivo es conocer hechos relevantes, exponer teorías sólidas y argumentos de peso. En la vida académica -salvo excepciones- lo decisivo es acumular diplomas y acreditaciones, no importa su mérito, y publicaciones, sin considerar su valor, y ganarse el favor de las autoridades a cualquier precio, incluso el sacrificio de la verdad. Y apoyar al Estado en todas sus pretensiones.

Uno de los más consistentes defensores del libre mercado, Friedrich A. Hayek (1899-1992), Premio Nobel de Economía 1974, lo sabía: todos los totalitarismos del s. XX nacieron en las Universidades controladas por el Estado. Desde 1931 Hayek enseñó en la London School of Economics, donde con mucha penuria se opuso a las entonces dominantes tesis de Lord Keynes y su escuela. En 1950 se mudó a la Universidad de Chicago, y no recibió el reconocimiento que merecía. Por ello regresó a Europa en 1962, a la Universidad de Friburgo, en Alemania.

Entre 1944 y 1951 escribió Hayek una serie de ensayos, publicados como libro en 1952: “La contrarrevolución de la ciencia, estudios sobre el abuso de la razón”. Allí se explaya sobre la naturaleza de las ciencias sociales y su objeto propio: las consecuencias no intencionadas de acciones humanas intencionadas. Hayek distingue entre ciencias sociales y naturales, y hace la aguda crítica del cientismo -que después calificaría como “racionalismo constructivista”- no igual al racionalismo crítico de su amigo Karl Popper. Denuncia como abuso de la razón a la “mentalidad ingenieril”: buscar soluciones a los problemas de la sociedad como si se fuese a hacer una fábrica, una carretera o una usina eléctrica, desafortunada tradición que remonta a Saint-Simon, Auguste Comte y la Escuela Politécnica de París -incubadora del socialismo- y que se mantiene hasta hoy.

Por esas razones, en 1947 Hayek y un grupo de liberales clásicos fundaron la Sociedad Mont Pelerin, sustentando unos postulados y buscando unos objetivos claramente políticos, no científicos ni académicos. En la Declaración de Principios expresaban su preocupación por los amenazados valores de la civilización. Veían que la posición de los individuos, empresas y grupos voluntarios era continuamente minada por el poder arbitrario, y que las libertades de pensamiento y de expresión estaban amenazadas por credos que exigían tolerancia siendo minoritarios, pero sólo esperando ganar el poder suficiente como para suprimir todos los puntos de vista excepto el suyo. Y denunciaban en 1947 el relativismo, una visión de la sociedad y de la historia que niega todo patrón de moral absoluta, y que mucho contribuyó a la falta de confianza en la propiedad privada y en el libre mercado, sin los cuales es difícil concebir una sociedad en la cual la libertad pueda ser efectivamente preservada.

¿Figuraba entre sus objetivos recuperar las cátedras y posiciones universitarias perdidas por los adeptos al liberalismo clásico? No. Y no podemos nosotros ser injustos, y reclamarles que no lo lograron. Lo que sí podemos reclamarles es el fracaso en sus objetivos políticos, debido a que creyeron que para lograrlos, era suficiente con tener razón.

alberman02@hotmail.com

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