La Venezuela del Gobierno Liberal



Oliver Laufer

Imagine que en unas décadas Venezuela tuviera un Gobierno liberal, y una mayoría liberal en el Congreso. El proceso habría sido contundente y categórico al principio, pero los niveles de ajuste social habrían sido rápidos.

En primer lugar, debido a la limitación del gobierno a cumplir sus funciones básicas y a la eliminación de aranceles al comercio dentro de nuestro país y con las demás naciones, empezarían a surgir nuevas empresas y nuevos negocios. Desde el que tiene poco capital hasta el gran inversor tendrían un sinfín de actividades económicas en las que participar.

No sólo crearíamos nuevas empresas, sino que las grandes corporaciones y multinacionales extranjeras querrían invertir y producir en nuestro país. Por consiguiente mejoraría la infraestructura aduanera, la producción e importación de materias primas y crecería desenfrenadamente la oferta de empleo.

Al haber más trabajo y caer el desempleo, la renta per capita aumentaría y habría más riqueza en nuestras manos. Nuestro nivel de vida aumentaría inmediatamente y la pobreza empezaría a desaparecer.

Venezuela contaría con las mejores infraestructuras del continente. Al destinar el gobierno mucho más dinero a las obras públicas, tendríamos las mejores autopistas, puentes, túneles y carreteras. El problema del tráfico desaparecería.

Caracas optaría por el sistema de autopistas subterráneas, como el de ciudades como Boston, y por la creación de nuevas zonas verdes y peatonales. Nuestra capital sería comparada con Londres y Madrid. El modernísimo centro de Caracas sería sede de importantes empresas y gracias a la Policía, uno de los lugares más seguros de la ciudad.

Las zonas costeras se modernizarían y se enfocarían hacia los capitales inversores y el turismo. El Estado Vargas sería un pequeño Panamá, minado de rascacielos con vistas al mar, y con actividades de ocio y turismo para los visitantes.

Las pequeñas ciudades se modernizarían y surgirían como nuevas opciones para los capitales nacionales y extranjeros. Se descentralizaría el poder predominante de Caracas y Maracaibo hacia los nuevos núcleos urbanos emergentes: San Cristóbal, San Juan de los Morros, Maracay, Mérida, Puerto Cabello.

La inversión en seguridad traería consecuencias. Habría contacto constante y transparencia entre los cuerpos policiales municipales y las Policías Nacionales y Judiciales. Los policías venezolanos tendrían los sueldos más altos del continente y los mejores equipos para realizar su trabajo. La delincuencia descendería, los crimines desaparecerían lentamente y los índices de homicidios bajarían rápidamente.

Mejoraría la justicia pública, y los criminales pagarían sus condenas íntegramente. La justicia sería sinónimo de nitidez pública e imparcialidad.

Contaríamos con un Servicio de Inteligencia de vanguardia. Nuestra inteligencia prestaría servicios en el interior del país y en los intereses de Venezuela en el extranjero. Nuestras Fuerzas Armadas estarían dotadas de los mejores equipos y contarían con el más profesional de los entrenamientos para proteger y defender la soberanía nacional.

Al ser el liberalismo una ideología de paz, fomentaríamos la diplomacia con los demás países del globo y tendríamos buenas relaciones con todos independientemente de su ideología. Seríamos un país ejemplar, y por ello, contaríamos con una mayor participación en los grandes acuerdos internacionales.

Aumentaría la población, pero sabríamos enfrentar los problemas demográficos. No importaría el número de jubilados o el de personas en edad laboral porque habríamos optado por sistemas de Seguridad Social privados, justos y efectivos. Superaríamos a la Seguridad Social de Chile en ingresos personales, y la eliminación del Impuesto sobre la Renta haría que aumentara la riqueza personal. Al no haber transferencia de capitales, nuestro dinero de jubilación ganaría intereses con los años.

El presidente, obviamente, tendría que comparecer ante el Congreso -o Asamblea Nacional- para dar parte a los diputados sobre los asuntos nacionales. En nuestra cámara, los miembros del Partido Liberal estarían sentados en el centro y la derecha, los partidos de izquierda socialdemócrata como UNT, el MAS o AD, llenarían el centro izquierda de la cámara, y los diputados del PSUV se sentarían en la extrema izquierda. Reinaría el respeto y el Estado de Derecho.

El gobierno contaría con los ministerios necesarios para cumplir las funciones básicas: seguridad interior y defensa, orden, diplomacia, infraestructura y obras públicas, economía libre y justicia.

Habría libertad de prensa, opinión, acción y movimiento. Desaparecería la corrupción pública porque sería penada con prisión, y la especialización eliminaría la burocracia.

Aunque todo esto parece una historia de ficción, una quimera, esta hipotética Venezuela está basada en principios que han demostrado su efectividad práctica históricamente. No es una hipótesis, sino la consecuencia directa de la aplicación de los principios liberales en la política nacional.

Es una Venezuela posible.

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Japón, la ruina de un modelo intervencionista



Osmel Brito-Bigott

El keynesianismo, el recurso al endeudamiento del Estado para estimular la demanda interna, sólo lleva a la ruina absoluta: desde 1993 Japón no ha cerrado ni un solo ejercicio con equilibrio presupuestario y ahora lamenta las consecuencias.

Si el PRI, la dictadura perfecta, terminó cayendo en México tras 70 años en el poder, el Partido Liberal Demócrata (PLD) de Japón no podía ser menos. Después de casi 55 años de gobierno ininterrumpido –valiéndose de una red clientelar que se extendía por casi toda la sociedad, desde la agricultura a la construcción, pasando por los bancos– su propia incapacidad para resolver el estancamiento en el que vive la economía nipona desde principios de los 90 y los continuos escándalos de corrupción han terminado por desalojarlo del poder.

El recambio va a ser el Partido Demócratico Japonés (PDJ), una amalgama de grupos opositores fundado en 1998 más como una coalición anti-PLD que como representantes de una corriente ideológica unitaria. Entre sus filas se integran desde la derecha liberal a miembros del antiguo Partido Socialista, pasando como no podía ser de otro modo por los centristas (el Nuevo Partido Sakigake), liderados por el futuro primer ministro Yukio Hatoyama.

Resulta complicado, por consiguiente, prever cuál va a ser la dirección que emprenderá Japón en los próximos años; el PDJ, por ejemplo, se declara equidistante entre el libre mercado y el Estado de bienestar y en 2003 encabezaron las manifestaciones contra la guerra de Irak, prometiendo un distanciamiento de Washington que ahora quieren implementar con matices.

Lo que sí parece que tienen claro es la necesidad de romper el famoso "triángulo de hierro japonés" sobre el que sedimentó el PLD su control de la sociedad. Básicamente, el Gobierno y la burocracia controlaban los bancos y a través de ellos a las grandes empresas y al conjunto de los japoneses: la burocracia asignaba proyectos de obra pública a las corporaciones (fundamentalmente de la construcción) gracias a la financiación que obtenía de los bancos, de modo que la vida de millones de trabajadores, proveedores, ahorradores y políticos locales pasaron a depender del favor de los altos funcionarios del Ministerio de Economía. Si el Gobierno dejaba de meter nuevo dinero en muchas empresas, éstas se veían abocadas a la quiebra, arrastrando al paro a numerosos empleados y a la bancarrota a muchos bancos, depositarios de los ahorros de los japoneses.

Hatoyama ha prometido arrebatar el poder a la burocracia y al ministro de Economía, al hacer transparentes y revisables por el Parlamento las decisiones del Programa de Inversión y Préstamos Públicos (hasta ahora gestionados en exclusiva por el ministro de Finanzas y sus funcionarios). Una misión nada fácil y que ya intentó Junichiro Koizumi, primer ministro del PLD entre 2001 y 2006, al privatizar el servicio postal de correos (propietario de la mayor caja de ahorros del mundo, de donde obtenía financiación el Gobierno para sus programas de obra pública), pero que no pudo completar por la renuencia reformista de sus tres sucesores. Una defensa del statu quo que ha terminado por costarle las elecciones al PLD y por consolidar el estancamiento de la economía.

Al fin y al cabo, el triángulo de hierro colapsó formalmente a principios de los 90 con el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria de Japón, pero el PLD se negó a liquidar las milmillonarias malas inversiones, privatizando los bancos y dejando quebrar a las grandes constructoras. En lugar de favorecer el necesario reajuste de la economía, optaron por tirar de gasto público para mantener artificialmente con vida una estructura productiva decadente y nada emprendedora: los préstamos impagados se sustituían por nuevas inyecciones de capital público por parte del Gobierno para seguir financiando ruinosos proyectos de las grandes constructoras. El Ejecutivo se ha comido literalmente el elevado ahorro de los nipones, contrarios a seguir consumiendo y endeudándose cuando el Estado ya acumula una deuda pública sobre el PIB del 200% (y creciendo, en 2009 se espera que el déficit público cierre en el 10%). No en vano, desde 2001, numerosos analistas, incluyendo a sus ministros de Economía, han venido sostenido que el país está al borde de la quiebra.

El mundo, pero especialmente España, debería aprender algunas lecciones de las dos décadas perdidas de Japón. Primero, salvando las distancias culturales, la estructura caciquil de Japón presenta parecidos preocupantes con la española, donde los políticos controlan las cajas de ahorro y gracias a ellas a numerosas empresas en dificultades. La economía que puede engendrar un sistema semejante sólo puede terminar respondiendo a los intereses de los políticos y nunca al de los consumidores: una especie de socialismo de mercado con el que ya teorizaron los soviéticos.

La segunda es que la estrategia que está siguiendo el Ejecutivo de Zapatero sólo puede abocarnos a la ruina absoluta: los programas de obra pública, como el Plan E, que Japón multiplicó en los últimos 20 años sólo evitan el necesario y sano reajuste de la economía e hipotecan el futuro de sus ciudadanos. Tampoco sirven de nada los recortes fiscales financiados con déficit público, como también han comprobado los japoneses en repetida ocasiones y como comprobamos en España con los famosos 400 euros. El keynesianismo, el recurso al endeudamiento del Estado para estimular la demanda interna, cuando es aplicado de manera consistente sólo lleva a la ruina absoluta: desde 1993 Japón no ha cerrado ni un solo ejercicio con equilibrio presupuestario y ahora lamenta las consecuencias.

Tercero, evitar a toda costa y por cualquier medio que las empresas, incluyendo a los bancos, quiebren no conseguirá reanimar la economía, sino que la postrará en la depresión. Antes de inyectar dinero público en alguna empresa, debe estudiarse si atraviesa un problema puntual de liquidez o si su insolvencia es tan mayúscula que será incapaz de sobrevivir sin sucesivos apoyos del Estado.

Y la cuarta, más de cariz político, es que una crisis económica no es ninguna garantía para que la oposición gane las elecciones. Más bien al contrario, genera las condiciones propicias para crear todo tipo de redes clientelares y comprar votos. Japón lleva dos décadas en crisis y sólo ahora el PLD ha sido desalojado.

Zapatero y Rajoy, cada uno por su lado, deberían echar una mirada al escenario nipón.

osmel.brito@iesa.edu.ve